La identidad, concepto que la mayoría asociamos con la construcción del yo, se define a partir de la relación que establecemos con el contexto y con los demás. El pilar fundamental de este constructo identitario se focaliza en espacios temporales sincrónicos y diacrónicos, puesto que nos definimos como seres en esencia (temporo estático) y en continuo cambio (temporo dinámico). Este último parece demostrar un carácter hegemónico sobre el primero a causa de que nuestro ser es un constructo en movimiento, el que cobra y reclama su identidad en un proceso continuo, sistemático y modificable que se conecta con el devenir historiográfico personal y social. Por esta razón, crecemos y maduramos. De ahí la importancia de nuestra interacción social con los demás quienes son agentes relevantes en la formación de nuestro autoconcepto, autoimagen y autoestima.

La identidad tiene carácter relativo, moldeable en pro de nuestra evolución como personas, y es esto lo que nos permite, a través de nuestra historicidad, construirnos como tal. En este proceso de el “hacernos”, jugamos, improvisamos y nos equivocamos y es aquí donde el instrumento se puede llegar a transformar en arma.
Si bien es cierto, el compartir con los demás colabora positivamente en la creación de nuestra identidad, para ello se requiere contacto físico. El hecho de que en la actualidad las relaciones se establezcan intermediadas por un soporte tecnológico digital, posibilita la eliminación del roce personal con el otro y el atreverse a la enunciación discursiva sin problemas de inhibición, sin embargo, se está jugando con una falsa expresividad integral, mostrando solo una fragmentación identitaria del individuo. En síntesis, se puede llegar al extremo de simular las emociones, sentimientos y formas de ser que nos identifican como seres únicos e irrepetibles en constante adaptación.
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